Por Ricardo Vela

 

¡Uy!, me acuerdo bien cuando Adrián, así chiquito chiquito, se iba a jugar a casa de sus primos y no regresaba hasta ya bien noche. Vivían acá atrás, entonces él iba y venía solo: uno podía permitirse esas cosas antes, la situación no estaba tan fea como ahora. Pero un día ya pasaban de las nueve, y Adrián no llegaba. Me asusté y fui a buscarlo. Toqué la puerta y me abrió mi cuñada, bien sonriente y linda ella: que si quería cenar algo, que no sé qué, y yo no, nomás vengo por Adrián. Subimos al cuarto de los niños, mi cuñada contándome quién sabe qué cosa del trabajo de su marido, y cuando entramos, me encuentro a Adrián jugando, pero no con su primo, sino con su prima, ¡y nada de carritos!, bueno fuera, con dos muñecas, una morena y la otra rubia; al menos no salió racista. Esa fue la primera vez que pensé que mi hijo podía ser gay.

¿Sabías tú que en algunas partes de México todavía matan a hombres así? No, Adrián no me dijo eso, yo creo que no quería asustarme. Lo vi en la tele, en una noticia de un tal matón del arcoíris. Y yo me preocupaba, claro, porque uno no es de piedra. Cada que Adrián se iba de fiesta yo esperaba pues lo de siempre: que no se drogara, que no lo robaran, que no lo arrollaran, que no, que no, que no. Cuando al fin me confesó que sí era, empecé a esperar también que no lo fueran a querer matar. A Adrián se le notaba, no mucho pero sí, y a mí me daba miedo que alguien mal intencionado se le fuera a cruzar.

Sí, siempre lo supe. Desde lo de las muñecas, incluso antes. Pero no quería admitirlo. No es que uno tenga problema, sí es difícil, pues, pero es otra época. Adrián era un niño muy modosito: me acuerdo que se ponía toallas en la cabeza y decía que eran su cabello largo de niña. Tengo fotos de Adrián a los ocho o nueve años, donde posa con la mano en la cintura y la cabeza de lado. Veo esas fotos ahora y me da risa, porque más me tardé yo que él en aceptarlo. Y mira que para él fue difícil.

Cuando Adrián tenía 15 años, entró a clases de boxeo. Me pareció raro porque nunca fue dado al deporte pero su papá se puso bien contento. Le decía cosas como que el boxeo le haría bien y que le hacía falta actividad física, aunque yo sé que él esperaba que Adrián se hiciera, pues, más hombre, sí. Tonto que es uno.

Creo que Adrián esperaba lo mismo: me daba la impresión de que no quería que se le notara. Una vez me dijo que estaba sorprendido porque se había dado cuenta de que el problema no era ser, sino parecer. Yo no entendí de qué hablaba, al menos no inmediatamente. Tal vez lo molestaban en la escuela, no sé, no me contaba.

En el pueblo donde yo crecí, había un muchacho así, modoso modoso. El pobre era la burla de todos los hombres: le gritaban joto, maricón, y no me acuerdo qué más. Hasta su propio padre y hermanos lo trataban mal. Siempre lo veíamos caminando solo, y cuando se cruzaba con alguien, le empezaban a chiflar y a decir cosas y se reían. Muchas personas contaban que ese muchacho se acostaba con varios hombres de ahí, de los mismos que le gritaban; la mayoría solteros, pero también algunos casados figuraban en el chisme. Se dijeron nombres tal cual de quiénes se acostaban con él, pero nunca pasó nada más. Mira qué curioso, a los hombres estos, con todo y santo y seña, no les decían nada, y a este muchacho sí. Tal vez porque él era el femenino: el que recibía y no daba, ¿sí me entiendes?

Algunas mujeres decían que este muchacho era así por culpa de su madre, porque seguramente lo había consentido mucho, porque siempre lo traía pegado a ella y finalmente el niño aprendió a ser mujer. Yo no decía nada, uno no es quién para andar tirando piedras, pero me hice a la idea de que todos los homosexuales eran así: femeninos, de manita caída.

Luego, Adrián tuvo un amigo (aunque yo más bien creo era su novio) que no era así, era un chico muy serio y discreto. A mí como que me daba mala espina. Adrián la pasó mal con él. Nunca me dijo nada, pero su prima me contaba que este muchacho, con todo y que salía con hombres, era ¿cómo te diré?, pues un machito, sí. Le prohibía a Adrián cosas que lo hicieran verse afeminado. Pero, ¿cómo es eso?, preguntaba yo, ¿qué cosas? Adrián dejó de salir con sus amigos, ya no iba a fiestas, cambió su forma de vestir, era otro totalmente.

Dirás que yo a mi edad no entiendo de esto, y tal vez tengas razón, pero a mí me parece una contradicción que un muchacho así piense de esa forma, ¿no?, eso déjaselo a sus abuelos, a sus tíos, hasta a sus padres, pues. Finalmente, este tipo dejó a Adrián, y él se puso bien triste. Casi no tenía la confianza de contarme cosas privadas, personales, pero yo me daba cuenta.

Un día salimos no sé a dónde, sólo él y yo, y unos hombres empezaron a chiflar y a gritar desde el otro lado de la calle “chula”, “guapa”, así en femenino, y luego se reían. Nos veían a nosotros, pero Adrián, mira, como si oyera llover. Yo tampoco dije nada, y seguimos caminando. Clarito me acordé del muchacho de mi pueblo, era algo muy parecido, pero Adrián ni protestó ni frunció el ceño. Después me dio miedo que esto le pasara tan seguido que ya hasta estuviera acostumbrado.

Después de eso, Adrián se obstinó en ser más varonil, según porque a los otros hombres les gustaban así y no de otra forma. Su prima me enseñaba páginas en la computadora donde hombres buscan a otros hombres y escriben cosas como que no quieren a los que se les nota mucho, o que sólo salen con “discretos”. Es como si los hombres, sean o no sean, tuvieran el chip de “macho” ya inserto, ¿no crees?, y hasta entre homosexuales tienen que distinguir a quienes son mucho y quienes no tanto, pero pues uno es y punto.

Nunca pude hablar bien con él, calmarle sus nervios y sus ansias. Él se salía y hacía sus cosas; yo no le preguntaba nada. Cuando tuvo edad, se fue de la casa a vivir con una amiga, y yo lo veía de tanto en tanto: cada fin de semana venía a visitarme, a nuestras sesiones dominicales de silencio, porque no nos decíamos nada. Yo no sé si para entonces salía con alguien o qué, no sé dónde trabajaba ni qué hacía. Como muchos jóvenes que son así, se alejó de nosotros porque no encontró en su familia quién lo entienda y oriente. Perdió la chispa y el ángel que tenía de niño, cuando jugaba con muñecas y él ni se enteraba que eso era según “de niñas”, o cuando sonreía grande grande para las fotos familiares. Era como si tuviera vergüenza de sí mismo, en ningún lado se hallaba, y sólo por ser modosito, amanerado ¿Tanto miedo le tienen a lo femenino?

(…)

El que lo mató, no lo mató porque fuera homosexual, lo mato por ser afeminado ¿Por qué lo digo? Porque también él era gay, sí, el que mató a Adrián, a mi hijo, también era homosexual. Me dijeron que fue un crimen pasional, un malentendido entre ellos, pero yo sé que no es así, yo sé hasta dónde llega la intolerancia y el miedo de algunos hombres. Sí, también hay homosexuales homofóbicos, a quienes les da orgullo ser machos, y que molestan a quienes no lo son. Machistas, porque eso es machismo, ¿no?

Yo aprendí por Adrián que un hombre no es necesariamente duro y fuerte, ni una mujer obediente y sumisa. Eso ya es asunto nuestro, aunque mi marido me reprocha y me quiere echar la culpa, yo sé que no es así.

No quisiera que se confundieran las cosas, es un problema grave, enfermamos a nuestros hijos hasta el tuétano, y con pequeñeces ¿A santo de qué iba yo a prohibirle a Adrián que jugara con muñecas?

La madre de Adrián todavía llora al recordar que le hablaron en la madrugada para decirle que su hijo, de 23 años, había fallecido en lo que se resumió como un conflicto armado dentro de un bar en la colonia Roma, Ciudad de México. Adrián suma uno más a los crímenes de odio contra la comunidad LGBTIQ que convierten a México en el segundo país más homofóbico a nivel mundial. 

Texto ganador de la Convocatoria Transversales del Gobierno CDMX, a través del INJUVE, en colaboración con el Festival Mix México y el Festival Internacional por la Diversidad Sexual, publicado el 17 de mayo 2017.

Arte: Stolen tears, Simón Malvaez, 2017.