El (nuestro) feminismo no es un terfismo

Escribo este texto como testigo de una insensible doble batalla en contra de las personas trans: una que se libra en sus cuerpos con cruda violencia y otra que opera a nivel teórico o del pensamiento y que niega su identidad, su cuerpo y sus experiencias; ambas tienen un mismo cauce: anular sus vidas, ya sea argumentativamente, metafóricamente o con la muerte, una sostiene a las otras, porque para que el odio opere satisfactoriamente se requiere de una ideología, y esa es la del odio.

Soy testigo de este doble enfrentamiento y elijo no ser un testigo neutro porque la neutralidad tiene partido y siempre es el del poder. Tomar postura en esta situación es urgente cuando la ideología del odio gana terreno y lo hace de manera velada tomando forma de un movimiento de mujeres que, en detrimento de las personas trans y sus derechos, se ha armado de una retórica que busca reterritorializar esencialismos colocando a las personas trans en medio de debates públicos bajo el pretexto de una preocupación que instrumentaliza el legítimo interés por la seguridad y el bienestar de las mujeres para poner en cuestión la identidad y dignidad de las personas trans.

Esta preocupación es la del feminismo transexcluyente o TERF (por sus siglas en inglés) que hoy se ha convertido en un potente ismo, en un movimiento de magnitud internacional que convoca por igual a múltiples generaciones. La preocupación de este terfismo se ha centrado en la existencia de las personas trans, y su pensamiento las dibuja en dos formas paradójicas: la primera como la personificación misma del patriarcado y la segunda como sujetos confundidos y víctimas de un complejo sistema farmacomédico[1].

En el primer caso, armándose de una retórica equiparable a la que la derecha ha encumbrado y que raya en lo conspiranóico, cierto terfismo afirma que la existencia de las personas trans es impulsada y legitimada por un complejo “lobby” cuyos integrantes estarían infiltrados en importantes espacios sociales como medios de comunicación, organizaciones civiles e instituciones del Estado, espacios desde los que alentarían o promoverían la transexualidad en un esfuerzo por “borrar” a las mujeres por medio de una especie de “caballo de troya” o “camuflaje” puesto en marcha a través de la defensa de la diversidad.

Esta postura, que opera como un pánico moral, pasa por alto que muchos de esos supuestos lugares “cooptados” por quienes promoverían lo trans son en realidad espacios hostiles para las personas trans, y que sus posturas frente a ellas varían constantemente. Basta con revisar el tono en el que los medios de comunicación abordan las notas sobre crímenes de odio, la deshumanización, espectacularización y morbo con que se retrata a las personas trans en algunos medios o la falta de reconocimiento legal y social de la identidad de género de las personas trans, así como la violencia a la que se enfrentan en su día a día.

Asimismo, suponer que la defensa de los derechos humanos de una minoría es realmente un “señuelo” para “borrar” a las mujeres es suponer que esas minorías no enfrentan problemas reales, pues sus problemas resultarían solamente en un pretexto para accionar un complejo plan malévolo. Esto, por decir lo menos, es poseer una mirada corta e insensible sobre la forma en la que históricamente las personas no heterosexuales han padecido los incesantes efectos del patriarcado y la heterosexualidad obligatoria, como si los derechos de las personas LGBT no fueran vulnerados sistemáticamente, especialmente el de las personas trans, por no ser no reconocidos dentro de un marco legal, como es el caso en una gran cantidad de países en los que la homosexualidad es penalizada.

En el segundo caso prevalece la idea de que la identidad trans es una invención de un paradigma y una industria farmacomédica, esta postura piensa a las personas que se identifican como transexuales o transgénero como víctimas de ese sistema. Dicho supuesto sistema funcionaría como pretexto para la intervención médica quirúrgica de los sujetos, y basaría su actuar en una “inconformidad de género” que experimenta el individuo. Cabe aclara que esta postura NO afirma que las identidades trans estén constreñidas, TAMPOCO asevera que las personas trans y su identidad sean objeto de un cerco médico discursivo, y MUCHO MENOS que la cualidad como enfermedad que se le ha dado a la transexualidad haya surgido como resultado de una forma positiva del poder o de un dispositivo de sexualidad, como ya lo han dicho diversos análisis realizados por personas trans.

Simplemente, bajo esta mirada, las identidades y las experiencias de las personas trans son pensadas como resultado, y a la vez como el pretexto operacional, de un régimen farmacomédico, como si las identidades trans fueran resultado de una sociedad post-insdustrial capitalista, ignorando una larga lista de identidades que han existido a lo largo de la historia, que no caben en el binarismo de género y que han existido al margen del sistema médico.

Estas posturas paradójicas presentan a lo trans como un cliché, como algo universal, son incapaces de ver que, así como hay una pluralidad en la experiencia de ser hombre y ser mujer, la hay también en las identidades trans; así como hay hombres y mujeres cis que tienen una relación crítica o no con respecto a las normas de género, las personas trans pueden o no ser críticas con ese conjunto de normas y eso no depende de un sistema médico de por medio, ni de ello depende la legitimidad de su identidad, de su existencia como personas o el respeto y reconocimiento de sus derechos, algo que el terfismo se ha encargado de cuestionar y deslegitimar con argumentos variados.

En ese sentido, uno de los argumentos más usados dentro del terfismo es la llamada “socialización masculina”, que ha funcionado como una especie de panacea, de comodín argumentativo para desacreditar cualquier identidad de las personas trans, específicamente de las mujeres trans.

Para el terfismo, la “socialización masculina” se trataría de una sociabilidad unívoca que, lejos de exponer los complejos procesos sociales por los que se entroniza cierta forma de masculinidad, reitera dicha masculinidad (y la violencia ligada a ella) como inevitable, natural y efecto del sexo.

Estaríamos frente a un callejón sin salida, un pesimismo y quietismo político que, ante su interés de negar la experiencia y existencia de las personas trans, arrebata la posibilidad de renunciar a los determinismos. Esta postura olvida que, como señala Foucault, el poder no opera de manera simétrica ni tiene los mismos resultados en todos los sujetos.

Aseverar que todos los hombres son inevitablemente machistas y que poseen una misma forma de subjetivación masculina porque han sido socializados como tal (y, por extensión, que toda mujer trans es en realidad un hombre) es un pensamiento simplista y reduccionista; pero, sobre todo, pesimista que niega un horizonte de transformación de las relaciones sociales entre hombres y mujeres.

Sostener este argumento es afianzar un compromiso con una concepción del mundo que nos ata y nos coloca en un punto muerto en el que sexo es destino. Y no sólo se trata de un impasse para las mujeres trans (pues niega su identidad), sino también para las mujeres cis, a quienes dicho planteamiento les niega la posibilidad de que el mundo cambie, pues si el sexo es destino en lo social y la socialización que nos constituye como hombres y mujeres es univoca, entonces no habría nada que hacer, en eso radica su pesimismo.

Estas formas de entender la violencia masculina como inevitable son sin duda un problema político, en el sentido de que recurren a universalismos y determinismos que sólo son capaces de pensar a la mujer y al hombre bajo una relación determinista de víctima y victimario. Estas posturas podrían verse como un error teórico, pero sin duda para el terfismo son una elección política.

Me gustaría decir que el terfismo es una forma de pereza intelectual, pero no soy ingenuo porque el odio opera desde lo ideológico. Si permitimos que crezca un movimiento cuyo compromiso ontológico se centra en el sexo como algo inmutable, en el género como una relación de congruencia con el sexo y en dicha relación de congruencia como medida de lo humano, tendremos como resultado una imperante política exclusionista regida por el odio y la deshumanización.

“Hembra humana”, “mujer biológica” o “mujer de verdad” son términos que, en un intento erróneo de reivindicación, deshumanizan. Lo hacen en la medida en que buscan que aquello que realmente es una experiencia histórica, social y políticamente constituida obtenga un estatus ontológico y prediscursivo. Lejos de ser liberadores, estos términos maniatan porque reinstalan la idea de que “sexo es destino”, y, aún más que eso, preponderan la idea de que ser mujer es una experiencia universal o que mujer es una identidad universal.

Las categorías identitarias bajo las que nos inscribimos, por más reinvidicativas que resulten para ciertos objetivos políticos, pueden también resultar en prisiones que ponen en marcha una cruda violencia, sobre todo cuando esas identidades, lejos de ser problematizadas como algo contingente, se reposicionan como un dato natural e inamovible que impone sus márgenes como única lectura posible de los cuerpos y las experiencias, desatando exclusiones y silenciamientos, pero principalmente legitimando violencias.

El feminismo, nuestro feminismo, no es un terfismo porque el terfismo pone en marcha un neofascismo; es decir, una manera acentuada, y a la vez velada, de reposicionar valores conservadores. La relación entre terfismo y derecha ha quedado tácita al rededor del mundo, servirá de ejemplo España y las cercanías de las feministas transexcluyentes con VOX, pero también México, donde el ala más conservadora del PAN ha decidido aliarse con autodenominadas feministas radicales o críticas de género[2].

El feminismo no es un terfismo y por ello nunca deberíamos permitir que el feminismo, o al menos las acciones que se toman en su nombre y los discursos que se pronuncian en su nombre, devenga en un fascismo. Cuando pase eso en plenitud, todxs habremos perdido.

Existen implicaciones sobre nuestra manera de dar orden y sentido al mundo que influyen en nuestra capacidad de intervención de dicho mundo. Si teorizamos mal, hacemos política mal, y eso significa que aceptar que el sexo y la identidad son naturales, inamovibles y monolíticos, pone en marcha una política errónea que en búsqueda del igualitarismo optaría por la exclusión y el exterminio.

Por esa razón, no podemos pasar por alto o subestimar las implicaciones políticas de la forma en la que analizamos o interpretamos la realidad o la forma en la que aceptamos que otros interpreten una realidad que nos atañe. La bióloga y filósofa Leah Muñoz Contreras lo ha dejado claro al señalar cómo cierto nuevo feminismo propicia una nueva biopolítica que busca excluir a los cuerpos trans; se trataría de una biopolítica que, lejos de asimilar los cuerpos trans (como es el caso de la biopolítica desplegada en el siglo XX), y con la incorporación de una centralidad del discurso de las biociencias, niega y excluye los cuerpos trans[3].

¿Qué testigo eligen ser en esta batalla discursiva y material que tiene por centro a las personas trans? ¿Uno que abraza un proyecto de deshumanización y fascismo como lo es el terfismo, uno que finge una neutralidad complaciente al poder, o uno que se planta abiertamente de frente al despojo de las posibilidades de una vida digna para un grupo históricamente vulnerado?

Es momento de ser más que un testigo.


David Olvera (@davelicos_)
Pedagogo, maestrante en Estudios de Género en la UNAM, reportero cultural y cofundador de Desastre MX.


[1] Estas dos formas de pensar a las personas trans, que se encuentran ampliamente difundidas y que son fácilmente ubicables, se hallan en la obra de Janice Raymond, la cual aún tiene un gran eco en obras contemporáneas, encuentros y coloquios con participación terfista. Basta escuchar la ponencia “Argumentos feministas radicales vs liberales en bioética: dos ejemplos paradigmáticos” que Laura Lecuona dictó en el Simposio Internacional de Bioética el año pasado para notar cómo imperan estos argumentos transfóbicos.

[2] Para un panorama más amplio de la relación entre terfismo y derecha en México recomiendo leer el artículo “Breve cronología de la transfobia en la política mexicana” en Nexos. https://redaccion.nexos.com.mx/breve-cronologia-de-la-transfobia-en-la-politica-mexicana/

[3] Muñoz Contreras, Leah. «Nuevo materialismo y nueva biopolítica. Diferencia sexual y cuerpo trans.» inter disciplina 12, n° 32 (enero–abril 2024): 205-230.