Sara Millerey, el “borrado de mujeres” y el horror como espectáculo

Desde que el asesinato de Sara Millerey se hizo noticia y ocupó la indignación de muchas y muchos en redes sociales, el hecho no sale de mi cabeza. Para mi entendimiento y mi corazón son inconcebibles la saña, la brutalidad y la crueldad con la que Sara fue tratada al ser arrojada a la muerte. Nadie, y menos aún alguien que nunca le ha hecho daño a nadie, merece una muerte así.
Sara Millerey era una mujer trans que vivía en Bello, Colombia, y que se encontraba en una situación de vulnerabilidad. Ella fue objeto de una golpiza que la dejó con brazos y piernas rotas, sus agresores la arrojaron a un río después de dejarla imposibilitada para luchar por su vida. Pese a que fue rescatada, el daño a su cuerpo fue tal que murió en el hospital al que fue trasladada.
La vejación a la que fue sometida Sara y la mediatización de su sufrimiento no solo activaron la indignación, sino que su propósito principal fue edificar una pedagogía de la tortura (Otero y López, 1989) cuya principal premisa es que el dolor inducido en el cuerpo de un sujeto funcione como un acto educativo para el cuerpo social; es decir, la tortura como mitigadora de la potencialidad política y como ejemplificadora de lo que le espera al que ose, en este caso, ser diferente o desafiar la heterocisnormatividad.
“Vea, aquí no se paren, vea. No se paren, aquí, vea”, se escucha la voz de un hombre decir en el infame video que fue difundido hasta el cansancio en redes sociales, luego una voz remata: “Vea, vea, aquí no se paren mal paridos, vea lo que pasa”. Advertencia, amenaza y sentencia que traspasan el video y resuenan como eco en los días posteriores, se instalan en la mente y hacen un nudo en la garganta. Quieren que con ellas nos llenemos de miedo, que con ellas nos paralizemos.
La imagen de Sara luchando por su vida mientras un grupo de personas la graba me parece el retrato de una humanidad decadente y el triunfo irrefutable de discursos fascistoides, en particular aquel que se ha movilizado bajo la suposición de que la existencia de las personas trans representa una anomalía antinatura o un peligro para las mujeres.
La viralidad del caso nos permite ver el nivel de indignación que generó este crimen de odio y asimismo nos habla de la forma en la que algunos han hecho del horror una forma de espectáculo. Una espectacularidad que no solo envía un mensaje de amenaza a un grupo, sino también que desensibiliza a la población en general. En cada share, en cada pausa, en cada play, hay algo de nuestra capacidad de sorprendernos e indignarnos ante la injusticia que se pierde poco a poco.
Sara merece vivir en la memoria del mundo más allá de las imágenes que un grupo de personas con un odio infinito quisieron instaurar en nuestra mente. Pero también me rehusó a instalarme en una posición complaciente en la que solo narramos la belleza de la vida de Sara, porque eso también implicaría negar el acto mismo y negar las condiciones a su alrededor que la colocaron en una posición de vulnerabilidad.
Creo que aquí hay que pensar en la violencia ejercida hacia las personas trans como un continuum que se alimenta por el odio, que a su vez se sustenta y se potencia por elaboraciones conceptuales tales como “borrado de las mujeres” y “mujer biológica”, ideas que sostienen como principal enemigo a las mujeres trans. Estamos siendo testigos de la vocación bélica del pensamiento único.
Las disidencias sexuales y de género estamos en medio de una batalla en la que nunca quisimos estar, una contienda cuya declaración de guerra se dio mucho antes de que naciéramos. Nunca se nos preguntó si queríamos formar parte de una disputa en la que lo que está en juego es nuestra libertad, sexualidad, identidad de género y placer, pero también nuestra seguridad al salir a la calle, nuestros vínculos, la posibilidad de escribir una nueva narrativa sexual y de género y sobre todo nuestra propia vida, nuestra propia existencia.
Esta batalla recae con vehemencia en aquellas y aquellos que ponen el cuerpo y que desertan relaciones, roles, sexualidades e identidades normativas sin mayores intenciones que las de existir libres de violencia y en plena posibilidad de ejercer sus derechos. Se trata de personas como Sara que se han convertido en chivos expiatorios de discursos fascistoides que bajo un disfraz naturalista y biologicista instrumentalizan los derechos de las mujeres para dejar en claro que no hay cabida para las personas trans.
Esta guerra naturalizada pone en marcha estratagemas que van desde un “simple” chiste, pasan por argumentos como el supuesto “borrado de las mujeres”, llegan a una agresión física y encuentran su máxima expresión en los crímenes de odio. Agresiones que duelen por su tragedia, por su insensibilidad y porque detrás de ellas se esconde un desprecio y rencor monumental hacia la diferencia. Agresiones que buscan despojar de toda humanidad a quien se somete a dichas vejaciones. Así podríamos definir lo que pasó con Sara.
El “borrado de mujeres” es un pariente cercano del “masculinicidio”, de la discriminación inversa, del racismo a las personas blancas y de la heterofobia. Un árbol genealógico cuya consanguinidad es el odio, la deshumanización, el absurdo, la banalización, la incomprensión, el pánico moral y la generalización de experiencias personales. Todos ellos estratagemas de una batalla de la que definitivamente no queremos formar parte.
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En otra parte del mundo, días después de este hecho, JK Rowling, una mujer millonaria, escritora y autora de una de las sagas literarias más redituables de los últimos años, celebra con una copa y un puro en mano que la Suprema Corte de Reino Unido haya dictaminado que la definición legal de mujer se basa en el “sexo biológico”, una postura ontológica que niega la identidad de las personas trans.
La violencia es un continuum.
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Sara Millerey era escritora. En diversos cuadernos relató la historia de su vida en primera persona. Sandra, su madre, quiere publicar estas memorias. Ella la recuerda como una mujer hermosa y amorosa.
Sara era escritora.
Por David Olvera (@davelicos_)
Pedagogo, maestrante en Estudios de Género en la UNAM, reportero cultural y cofundador de Desastre MX
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