Sobre el discurso homofóbico o por qué vivir con miedo no es vivir en igualdad
Uno de los recuerdos más claros que tengo de mi pubertad, y que marcó la manera en que percibía y entendía mi propia homosexualidad, es el día en el que las autoridades del entonces Distrito Federal, atraparon a Raúl Osiel Marroquín, que fue apodado como el “Sádico” o el “Matajotos”, nombres que la prensa no dejó de aprovechar para hacer del caso un motivo de sensacionalismo, en el que las víctimas pasaron a segundo plano y se convirtieron en parte de un espectáculo caracterizado por el morbo y la deshumanización.
Recuerdo que, al ser presentado a los medios de comunicación, Marroquín dio unas declaraciones que durante años dieron vueltas en mi cabeza y que, de alguna forma, sumado a ciertas agresiones que ya enfrentaba, me hicieron entender qué lugar ocupaba en un mundo mayoritariamente heterosexual.
“Le hice un bien a la sociedad, pues esa gente hace que se malee la infancia. Me deshice de homosexuales que, de alguna manera, afectan a la sociedad. Digo, se sube uno al Metro y se van besuqueando, voy por la calle y me chiflan, me hablan”, señaló al ser detenido.
A Raúl Osiel Marroquín se le atribuyen seis secuestros de hombres homosexuales, de los cuales cuatro resultaron en asesinato. Marroquín encontraba a sus víctimas en bares gay de la Zona Rosa de la Ciudad de México, donde se ganaba su confianza y los invitaba con engaños a un departamento al oriente de la ciudad.
Con ayuda de un cómplice (Enrique Manuel Madrid), los privaba de su libertad y pedía una recompensa económica a su familia. Una vez cobrada la recompensa, aseguraba a sus víctimas que los liberaría, pero no era así.
Marroquín fue atrapado el 23 de enero de 2006 y en sus declaraciones nunca mostró sentirse arrepentido, por el contrario, se vanagloriaba:
“Nunca he pensado en las víctimas y sus familias. No había odio contra ellos por ser homosexuales, no había traumas, tuve una niñez normal, nunca me violaron ni me golpearon. No me arrepiento, sólo que refinaría mis métodos para no cometer los mismos errores y no ser detenido“.
Las declaraciones de Raúl Osiel Marroquín tras cometer sus asesinatos sintetizan la retórica que disculpa, justifica y potencializa la homofobia. La palabrería homofóbica coloca como culpable del crimen de odio al propio homosexual. Así de fácil: “Sin homosexual no hay homofobia”, resume el pensamiento homofóbico.
Yo tenía trece años cuando escuché las palabras de Marroquín y comprendí que la mayoría de quienes me rodeaban pensaban de esa manera, que en la sociedad en la que vivía la homosexualidad era proscrita.
Desde entonces, las vías en la que procesé mi existencia durante gran parte de mi adolescencia fueron el silencio, la simulación y el miedo. El miedo es quizás la emoción que más persiste aún hoy, se ha quedado impregnado en la piel, como un reflejo inconsciente del cuerpo, y deshacerse de él no ha sido fácil. Por su puesto que vivir implica riesgos, pero, en un mundo desigual como el que habitamos, vivir sin miedo es un lujo que sólo unos cuantos pueden tener. Que una población no pueda vivir libre de miedo, sea este generado por múltiples factores (inseguridad, condición de género, sexualidad, pobreza), es un indicio de que la igualdad, la libertad y la justicia, principios de un sistema horizontal político y social como lo es la democracia, no son para todos.
¿Pero qué habría pasado si los medios —en lugar de centrarse en la figura de Marroquín, en sus palabras que aún hoy, a 18 años de haberse pronunciado, alcanzan a resonar en este texto— hubieran hablado de las víctimas? ¿Quiénes eran esos seis hombres jóvenes que solo querían divertirse como cualquier persona de su edad? ¿Tenían familia, seres que los amaban, proyecto de vida? Si los medios y la narrativa desplegada a raíz de estos crímenes se hubieran centrado en ellos y en su dignidad, la historia sería otra. Si hubiese sido así, quizás este texto no existiría y sería otro sobre cómo la impartición de justicia demostró que la vida de esos jóvenes homosexuales importaba. No fue así porque las autoridades actuaron de manera negligente en el caso y su arresto fue más una casualidad que el resultado de una exhaustiva investigación. No fue así porque los medios formaron parte de una espiral de información en la que el discurso homofóbico fluyó, se reforzó y encontró interlocutores.
Comparemos el discurso de Marroquín con el del Frente Nacional por la Familia, con el sermón de la Iglesia, con las palabras de figuras políticas como Lily Téllez, América Rangel y Teresa Castell (por mencionar algunas), con conversaciones casuales en la familia, con las notas periodísticas y su manera de abordar crímenes de odio: su argumento ideológico es el mismo.
Cuando alguien los haga dudar sobre si un discurso homofóbico —o una “simple opinión”, como muchos suelen llamarle — puede propagar el miedo, justificar el odio y alentar los crímenes basados en él, los invito a recordar a los jóvenes cuya vida fue arrebatada por Marroquín: Jonathan Razo Ayala, Ricardo López Hernández, Armando Rivas Pérez y Víctor Ángel Iván Gutiérrez Balderas.
Por David Olvera (@davelicos_)
Pedagogo, maestrante en Estudios de Género en la UNAM, reportero cultural y cofundador de Desastre MX.